domingo, 26 de junio de 2011



Quienes tengan interés en conocer mejor la Venezuela que hoy vivimos, he seleccionado dos  relatos de "GOG", “La compara de la Republica” y “Visita a Ford”, la novela completa la pueden obtener de de forma gratuita en http://www.ciudadseva.com/textos/novela/gog.htm



LA COMPRA DE LA REPÚBLICA
Nueva York, 22 marzo
Este mes he comprado una República. Capricho costoso y que no tendrá imitadores. Era un deseo que tenía desde hacía mucho tiempo y he querido librarme de él. Me imaginaba que el ser dueño de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; crear nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que armaba bandas de regulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos emolumentos dobles de aquellos que recibían del Estado. Me han dado en garantía -sin que el pueblo lo sepa- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un covenant secreto que me concede prácticamente el control sobre la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el dueño casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una subvención, bastante crecida, para la renovación del material del ejército, y me he asegurado, en cambio, nuevos privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en apariencia libremente. Los ciudadanos continúan imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de las cosas. No saben que todo cuanto se imaginan poseer -vida, bienes, derechos civiles- depende en última instancia de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrados. Podría, si me pluguiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar así al Gobierno, obligar al país que tengo bajo mi mano a declarar la guerra a una de las Repúblicas colindantes. Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todos los fastidios y la servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser el titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio de los hombres encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.
Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente interés de todos los iniciados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos extranjeros. Siendo necesario más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan recitando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
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VISITA A FORD
Detroit (Mich.) 11 mayo
Había ya encontrado tres o cuatro veces al viejo Ford (Henry) en los tiempos en que me ocupaba de negocios, pero esta vez he querido hacerle una visita personal y «desinteresada».
Le he encontrado fresco de aspecto y de buen humor, dispuesto por consiguiente a hablar y expansionarse.
Usted sabe -me ha dicho- que no se trata de desarrollar una industria, sino de realizar un vasto experimento intelectual y político. Nadie ha comprendido bien los místicos principios de mi actividad. Sin embargo, no pueden ser más sencillos: se reducen al Menos Cuatro y al Más Cuatro y a sus relaciones. El Menos Cuatro son: disminución proporcional de los operarios; disminución del tiempo para la fabricación de cada unidad vendible; disminución de «tipos» de los objetos fabricados; y, finalmente, disminución progresiva de los precios de venta.
»El Más Cuatro, relacionado íntimamente con el Menos Cuatro, son: aumento de las máquinas de los aparatos, con objeto de reducir la mano de obra; aumento indefinido de la producción diaria y anual; aumento de la perfección mecánica de los productos; aumento de los jornales y de los sueldos.
»A un espíritu superficial y anticuado estos ocho objetivos pueden aparecer como contradictorios entre sí, pero usted, hombre práctico, podrá comprender su perfecta armonía. Aumentar la cantidad y el rendimiento de las máquinas significa poder disminuir el número de operarios; reducir el tiempo necesario para la fabricación de un objeto quiere decir producir mucho más durante el día; disminuir el número de los "tipos", obligando a los consumidores a renunciar a sus gustos individuales, tiene como consecuencia un aumento de la producción y una reducción de los precios de coste; y, finalmente, disminuyendo los precios y aumentando los salarios, se aumenta el número de aquellos que tienen posibilidad de comprar y su capacidad de adquirir, con lo que se puede aumentar la producción sin peligros. Si los automóviles son caros y mis dependientes ganan poco, muy pocos podrán comprarlos. Pague usted mucho y venda a bajo precio y todos se convertirán en sus clientes. El secreto para enriquecerse es ganar como si se fuese pródigo y vender como si se estuviese en vísperas de quiebra. Esta paradoja, que asusta a los tímidos, es el secreto de mi fortuna.
»Volviendo a mis ocho principios, es fácil deducir que el ideal máximo sería el siguiente: Fabricar sin ningún operario un número cada vez mayor de objetos que no cuesten casi nada. Reconozco que serán precisas todavía algunas decenas de años antes de que se consiga este ideal. Soy un utopista, pero no un loco. Me voy, sin embargo, preparando para ese día. Estoy construyendo en Detroit una nueva fábrica que llevará por nombre "La Solitaria". Una verdadera alhaja, un sueño, un milagro: la fábrica donde no habrá nadie. Cuando esté terminada y hayan sido montadas las máquinas del más reciente modelo, y en parte absolutamente nuevas, que se están preparando, no habrá necesidad de obreros. De cuando en cuando un ingeniero hará una breve visita a "La Solitaria", pondrá en movimiento algunos engranajes y se marchará. Las máquinas lo harán todo por sí solas y trabajarán no únicamente durante el día, como hacen ahora los hombres, sino también toda la noche, y aun los domingos, pues ninguna ley de Michigan prohibe el trabajo de los motores y de los tornos en días de fiesta. Un tren eléctrico llevará automáticamente a los depósitos los miles de automóviles y los miles de aeroplanos producidos por "La Solitaria". Dentro de veinte años, todas mis fábricas serán iguales y podré lanzar al mercado millones de aparatos al mes con sólo la ayuda de algunas docenas de técnicos, de mozos de almacén y de contadores.
La idea es genial -manifesté- y el sistema sería excelente, si no hubiese una dificultad. ¿Quién comprará esos millones de automóviles, de tractores y de aeroplanos? Si usted suprime la mano de obra reduce también el número de compradores.
Una sonrisa iluminó el bello rostro de viejo juvenil de Ford.
Ya he pensado también en eso -respondió-. Produciré tantas máquinas y a precios tan modestos, que a ningún otro industrial del mundo le tendrá cuenta fabricar lo que yo fabrique. Mis fábricas surtirán por eso a los cinco continentes. En muchas partes del mundo eI automóvil y el aeroplano no son todavía de uso general. Con la potencia de la publicidad y del control bancario obligaremos a todos los pueblos a usarlos. Mis mercados son prácticamente ilimitados.
Pero, perdone; si sus métodos anulan, en gran parte, la industria de otros países, ¿de dónde sacarán éstos el dinero necesario para comprar sus máquinas?
No hay que tener miedo -repuso Ford-. Los clientes extranjeros pagarán con los objetos producidos por sus padres y que nosotros no podemos fabricar; cuadros, estatuas, joyas, tapices, libros y muebles antiguos, reliquias históricas, manuscritos y autógrafos. Todo cosas «únicas» que no podemos reproducir con nuestras máquinas. En Asia y Europa existen todavía colecciones privadas y públicas llenas hasta rebosar de estos tesoros que no se pueden imitar, acumulados durante sesenta siglos de civilización. Entre los europeos y entre los asiáticos aumenta cada día la manía de poseer los aparatos mecánicos más modernos y disminuye al mismo tiempo el amor hacia los restos de la vieja cultura. Llegará pronto el momento en que se verán obligados a ceder sus Rembrandt y Rafael, sus Velázquez y Holbein, las biblias de Maguncia y los códices de Romero, y los joyeles de CeIlini y las estatuas de Fidias para obtener de nosotros algunos millones de coches y de motores. Y de ese modo, el almacén retrospectivo de la civilización universal deberán venir a buscarlo a los Estados Unidos, con gran ventaja, por otra parte, para las industrias del turismo.
Además, mis precios, como consecuencia de la reducción del coste, serán de tal modo bajos que hasta los pueblos más pobres podrán comprar mis aeroplanos de deporte y mis automóviles de familia. Yo no busco, como usted sabe, la riqueza. Solamente los pequeños industriales atrasados se proponen como fin el ganar dinero. ¿Qué quiere usted que yo haga con los millones? Si vienen no es culpa mía, sino el resultado involuntario de mi sistema altruista y filantrópico. Personalmente vivo como un asceta: tres dólares al día me bastan para alimentarme y vestirme. Soy el místico desinteresado de la producción y la venta: las ganancias excesivas me fastidian y no aprovechan más que al Fisco. Mi ambición es científica y humanitaria; es la religión del movimiento sin reposo, de la producción sin límites, de la máquina libertadora y dominadora. Cuando todos puedan poseer un aeroplano y trabajar una hora al día, entonces yo figuraré entre los profetas del mundo y los hombres me adorarán como un auténtico redentor. Y ahora, viejo Gog, ¿un drink? ¿Es cierto que pertenece usted secretamente a los «húmedos», o le han calumniado?
No había bebido nunca un whisky tan perfecto y no había hablado nunca con un hombre tan profundo. No olvidaré fácilmente esta visita en Detroit.

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